Hombres de arcilla vieja, secos por dentro,
horneados de egoísmo, impenetrables.
Seres que aceptan el amor que les ofrecen
sagrado, incondicional, irrevocable,
y no se entregan a cambio, ni dan nada
más que el pretendido privilegio
de devorar lo ofrendado, y pedir más incluso
y esperar que les agradezcan la gentileza.
Caminan y están muertos sin notarlo,
y abrazan, y acarician, y besan
y con algo de suerte tejen alguna frase agradable
vacía de significado, muerta también
de falta de sentido.
Y pasan por la vida, si vida se llama eso,
evadiendo el dolor y el sufrimiento,
haciéndose servir de un amor sincero,
cosechando sin sembrar, parasitando.
Y, lo que es peor, quedan en el recuerdo
de quienes los amaron
y solo dejan la huella y el desierto,
y la pregunta hiriente y lastimera
de un amor honesto que no fue valorado:
¿Por qué no amó igual, si él sí fue amado?
Caminan por el mundo, cargando sus huesos,
esos hombres sin alma, sin amor, sin carne dentro,
y no se dan cuenta que son los miserables
y son ellos los que sufren en silencio
las más grande enfermedad y el peor de los males
que es hacerse impermeables
y sumergirse en el amor, y jamás conocerlo.